La normalidad volvió implacable,
volvió impertinente
haciendo de los lunes lunes
y de los martes martes
de los miedos siempre
y de las noches
un anzuelo
que nunca
consigue
llegar
a tu boca.
Un anzuelo suspendido
y pendulante,
que permanece inútil
esperando humedades
y añorando Sodoma,
que recuerda otras estampas
de vaivenes desmedidos,
de tesoros encontrados
y atentados sin motivo
y delitos y secretos
y asambleas de salón
y corralito.
En otro momento
las noches fueron útiles.
Sabíamos aprovecharlas.
Sabíamos hacer Trípoli de ellas,
Pompeya, El Cairo y Mesopotamia.
Sabíamos descifrar las lenguas
e invocar conjuros, fabricar pociones
con un poco de esto
y algo de lo otro,
alterar el orden,
implicar el caos.
Nosotros sabíamos hacer
de los martes sábados
y de las horas nada,
de la capa un sayo.
Sabíamos reducirnos a escombros
y apretar el gatillo,
traspasar la carne
y prender la mecha
que encendía a las furias
y otros muchos demonios
con suma facilidad.
Nosotros, el ciprés y la espiga,
que pulsamos todos los detonadores
y desaparecimos el mundo y los ecosistemas,
y surcamos los océanos a pulmón
y a pulmón el éxtasis,
que todos los detectores de humo
saltaban a nuestro paso
y que todos los carnavales
nos resultaron tristes.
Nosotros, que hicimos
de las noches Chernóbil
y de las camas Kiev,
y de los puentes de Praga
poca cosa en comparación,
que dimos duros a tres pesetas
y pusimos la otra mejilla
delincuentemente hablando
y aún así sobrevivimos.
Teníamos todas las de perder
pero aún así seguíamos insistiendo
y salíamos impecables
y no hubo Gestapo ni Stasi,
no hubo Alcalá Meco ni Guantánamo
capaz de seguirnos el ritmo
porque cuando ellos aquí,
nosotros ya habíamos provocado
varios incendios en Groenlandia
por el efecto mariposa
y los focos se iban propagando
hasta alcanzar objetivos
y no hubo muro
que quedara en pie,
no hubo más radares a mi nombre,
no hubo más distancia que el pellejo,
no hubo más barrotes que el orgullo.
Nosotros, el ciprés y la espiga,
que surcamos infinitos a pulmón
y a pulmón Mulhacenes,
que estuvimos dispuestos a saltar
hasta el último momento,
que estuvimos a punto
de habernos matado
y aún así caímos de pie
y besamos la tierra.
Y la tierra se hizo tierra.
Y los pies como anclas.
Y los kilómetros hicieron su efecto
y volvieron las lunas
y volvieron los lunes
y las noches anzuelo
y volvió la normalidad implacable
a recordarme las ojeras
y que mañana madrugo.
Y yo volví a mis papeles,
y las palabras se las llevó el viento
y volvieron a funcionar las brújulas y los astrolabios
y los aviones siguieron su curso
y los mares volvieron a ser inabarcables
y los pulmones como charcas.
Y yo mañana madrugaré
y tendré las mismas ojeras,
y así todos los días
hasta que volvamos a hacerlo:
implicar el caos,
destapar la liebre
olvidar lo expuesto
y llenar las noches
de utilidad.
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