miércoles, 29 de enero de 2014

Caso empírico

Tú siempre estás, aunque no estés.

Aunque científicos de bata impoluta,
de gesto siniestro y mirada desierta,
hayan establecido las bases
y la impenetrabilidad de la materia.

Y ellos digan,
porque por decir que no quede...
que de repente tú y yo no podemos ser
la misma cosa,
el mismo fluir transeúnte
en el mismo tiempo
y en el mismo espacio,
el mismo ego que se abraza
a cuatro manos,
a cuatro patas,
la misma angustia que
se relame los bordes.

Y aunque digan, porque lo dicen,
que de repente ahora tengo que elegir
entre tú y yo,
entre aquí y allí,
porque la materia no puede ocupar
dos espacios simultáneamente
por el principio de exclusión y todo eso.

Y que para tres dimensiones está bien,
que qué más quiero.
A la mayoría de humanos le basta.

Pero yo, soberbia desde chica y a menudo
incauta y rechistona por espasmo,
les vine a derribar la pantomima,
sus leyes insensibles y anodinas
que a nadie consuelan,
que a nadie iluminan
con un caso irrefutable y empírico,
empiriquísimo:

Tú siempre estás, aunque no estés,
y al mismo tiempo yo también estoy aquí,
en el mismo sitio,
dejándote hacer y viceversa,
contemplando como caes sobre el papel,
cómo aterrizas,
cómo hablas por mí,
o desde mí,
o a través de mí,
hace ya que no distingo.

Hace ya que vengo desafiando
las leyes de la física y
hace ya que no me asusta.

Los científicos de batas radiactivas
sólo entienden de materias
y de fórmulas,
pero nada de este barro viscoso del nosotros,
nada de las nueve dimensiones,
donde tus moléculas, tus átomos,
pudieran ser los míos, pudieran confundirse,
como una frontera sin vallas,
o, con vallas, pero sin cuchillas.

Los científicos sólo quieren papeles
y casos empíricos.

Por eso vine yo,
y por eso viniste tú conmigo
aunque no vinieras.

Para demostrarle al mundo
que se puede estar, aunque no se esté.



jueves, 16 de enero de 2014

Rudimentos

De pequeña recuerdo que tenía miedo a la oscuridad.

Y es un recuerdo muy vago y muy lejano porque
los adultos somos así, olvidamos a las primeras de cambio
los pavores inservibles y a otra cosa.
Digamos que somos de problemática pragmática
e imaginación de subsistencia, rudimentaria.

Pero.. pensándolo bien, rebuscando...
No recuerdo ningún otro problema de adulta
que me haya causado más imsomnios,
angustias y llantos ahogados...

Era meterme en la cama, apagar la luz
 y caer en el más absoluto desamparo,
sumirme en un limbo viscoso de sombras
y no-natos pendulantes,
habitado por los peores demonios
y los monstruos imposibles,
bien alimentados,
que sabían mi nombre
y pellizcaban con los ojos y colgaban
amenazas en espejos y payasos de porcelana.

Así cogí la costumbre de dormir con la cara tapada
y con la espalda en la pared.
La idea de que me cogieran por la espalda
me aterraba.

La idea de salir de la cama
estaba descartada de antemano,
porque debajo aparecían lagunas y magmas
de raros colores, poco apetecibles.

Y en el pasillo Verónica- Verónica...
Y en el baño otra vez ese señor con barba,
con una cicatriz en la cara, mirándome
desde el espejo entre las velas,
como en una extraña ceremonia
para la que me estaban esperando.

Y lo peor no eran las imágenes, las visiones.
Lo peor eran las voces.
Las voces alegres, las risas,
en mitad de semejante espectáculo siniestro,
los chillidos ausentes de los que vivían allí,
si es que alguien, por muy monstruo tres cabezas,
pudiera llegar a vivir allí.

Horrible. Horrible.
Sin Dios.
Sin sentido.
Como en un cuadro de El Bosco.

De ahí cogí la manía de dormir con la puerta cerrada.
Si la dejaba abierta tenía la opción de huir
en caso de ataque repentino,
pero ya saben, el miedo paraliza.

La  puerta abierta siempre daba pie
a figuras sospechosas,
destellos fantasmagóricos y cosas
que cambiaban de sitio.

La puerta abierta daba al pasillo
de los mil posibles,
de mis peores egos convertidos
en perritos y gatitos de peluche,
mirando con sus ojos disecados
desde el estante,
debajo del crucifijo y justo
al lado de la niña de The Ring.

Así que la cerraba y la manta hasta arriba.

De ahí aprendí a convivir con los peores espectros,
con una imaginación extremadamente avanzada
de precisión láser, casi alienígena,
y a entablar conversación con Quasimodos
y otros seres realmente ruines.

La otra noche lo estuve pensando...

Hace siglos que no me visitan.

Le estuve dando vueltas...
En qué punto del trayecto se me perdió
este universo.

Me dió pena verme adulta,
así, de repente,
a la caverna de la imaginación rudimentaria.

Y claro, sólo pude darle dos respuestas lógicas
a mi pérdida:

La certeza de que una lamparita bastaba
para matar a esos bichos.

Y la certeza de que los peores bichos
actúan sin piedad y a plena luz del día.