miércoles, 5 de marzo de 2014

La maquinaria

El pasado viernes, a eso de las 22:00 pm,
me encontré en una de esas visitas fugaces
que hago a mi pueblo, justo enfrente de mi casa,
a un chaval que estuvo en mi clase desde primero de párvulos.

Sé reconocer la derrota cuando la veo.

La derrota se me planta amenazante,
en los ojos de las cuencas de mi generación,
como haciéndome saber que mi esperanza
se despeña con ella,
que todas mis cavilaciones son en vano,
y que en este mundo parásito no cabe posibilidad
de filantropía ni redención, ni se la merece.

Se me planta, en la cara,
vestida con el ceño de algún desgraciado
que suplica consuelo,
ataviada con la voz de algún borracho
que lloriquea en la barra,
y me avisa,
de que en eso los convirtieron
y en eso me convertirá la maquinaria
que se alimenta de huesos
y de vísceras como hechas sacrificio,
que apisona y desmiembra al ritmo
de las fluctuaciones del euribor.

Este chico, el chico al que me encontré
frente a mi casa...
Me fue imposible mirarle sin sentirme culpable.

Sinceramente, yo nunca le hice ningún mal,
al contrario, de vez en cuando encontró
en mí a una compañera solidaria,
pero yo soy muy de sentirme culpable
si no denuncio la injusticia,
si me limito a no hacer nada mientras la maquinaria
nos convierte en alimañas despiadadas
que se devoran por estatus.

Y eso si que lo hice, en otras muchas ocasiones
fui cómplice y callé.
Callé cobardemente, como el que se olvida,
callé tan fuerte que aquel silencio punzante,
el pasado viernes a las 22:00pm,
se hizó como un grito esclarecedor que,
paradójicamente, me vino a enturbiar la conciencia.


Este chico, estuvo en mi clase desde párvulos
hasta segundo de secundaria, es decir,
el tiempo necesario y los años claves
para el desarrollo de una personita.

Era hijo de jornaleros
y se notaba que papá llegaba tarde
y en aquéllas condiciones
y que mamá bastante tenía con lo suyo.
Llegaba a clase siempre tarde y desaliñado,
vestido con las ropas heredadas de su hermano
que alguna vez fueron heredadas de su primo
y así sucesivamente hasta los años de la posguerra.

Los niños se reían de él y se inventaban
apodos insolentes para hacerle llorar
que siempre surtían efecto.

Luego fueron innovando en las técnicas
y comenzaron a ejercer las más crueles formas
de vejación y humillación a las que daba pie
la imaginación de las criaturitas de dios,
que no llegaban a los diez años
pero que eran tan mordaces
como la lengua de vieja.

Recuerdo sus planes tortuosos y premeditados,
las bromas hirientes,
la alevosía y la ciega obediencia al más fuerte.

Los más duros criterios darwinistas implantados
en los niños, que pese a no levantar un palmo del suelo,
ya habían sido deshumanizados, o, humanizados
(porque nosotros somos el germen),
y ya sabían destripar ranas y crujir pescuezos
y matar conejos a pedradas porque sí,
o derribar los nidos de las aves
mediante los mismos métodos y por la misma razón.

Cuando me encontré a mi compañero hecho derrota,
y me dí cuenta de las secuelas y los daños
con los años y las balas de las burlas...
No pude sentirme más que mierda.
Mierda espectadora y rezumante
de la que ahora abunda.

Desde aquellos años ese chaval nunca volvió a ser el mismo,
de hecho no sé si en algún momento llegó a ser ÉL mismo,
creo que le robaron ese derecho.

Le robaron también las ganas de vivir, como dementores,
aquellas criaturas de las que sólo cabía esperar inocencia.

Y yo me pregunto:

¿Qué si no es más cruel
que una panda de cachorros engreídos
de la especie y la epidemia
más depredadora que se ha alzado
sobre el planeta hasta la fecha?

¿Qué si no es más cruel
que encerrarlos a todos entre cuatro paredes,
seis horas al día, cinco días a la semana,
y dejar que se devoren entre ellos?

Así funciona la maquinaria
muele-esqueletos, engulle-cráneos.

Allí te enseñan a ser una alimaña
o a potenciar la que tú llevabas dentro
hasta convertirte en un auténtico HOMO SAPIENS,
digno de tu especie destroza-selvas y destripa-ranas,
roba-gallinas y pide-perdones.

Allí te dirán que la vida es lucha
y que has de estar preparado para
exterminar al enemigo hasta que no
quede ni uno.
Te dirán que eres tú o él,
que sólo hay dos clases:
comedor o comido,
vencedor o vencido,
arriba o abajo,
la superpandi o el club de los loosers.


Allí te harán un HOMBRE, si...

ALLÍ TE HARÁN UN HOMBRE.

(o una derrota)