Los siete contra Tebas
jueves, 28 de septiembre de 2017
viernes, 15 de septiembre de 2017
sábado, 19 de agosto de 2017
domingo, 4 de junio de 2017
domingo, 25 de septiembre de 2016
El orden de los factores
Matar al padre.
Matar al hijo.
El orden de los factores
sí
altera el producto.
Dicen los viejos, los libros,
los filósofos..
todas las fuentes de conocimiento que conozco
dicen
que es fundamental
primero
matar al padre
y luego
matar al hijo,
si lo tuvieras.
yo he tenido muchos
muchos, tantos
que ni siquiera recuerdo
los nombres que les puse.
que ni siquiera la hora del parto,
ni la hora
de la muerte.
Tantos que
ni uno favorito,
ni mi ojito derecho,
tantos que de
tantos caínes y abeles
aquello era una guerra civil.
y yo estaba ahí,
con el rostro serio que debe tener Yahvé
viendo,
dejándolos morir...
participando activamente
en la de algunos:
-tu quoque mater mii?
-ego quoque, ego quoque hijo mío,
con mis propias manos
con el mismo puñal que a tus hermanos
hube de matarte en favor propio
y aún así
me siguen saliendo los tiranos
desde el coño a la cabeza,
de la punta de las manos a la punta
de la lengua, cada equis tiempo
y cada equis tiempo
la sangre nos riega
la casa.
Todos los psicólogos,
las bibliotecarias, los poetas,
todas las fuentes de conocimiento
que conozco
y los farmacéuticos insisten:
es fundamental
matar al padre
y luego
matar al hijo.
Pero he tenido tantos,
he sido tan madre que
apenitas tiempo para ser hija
y mi padre sigue vivo.
Pero sólo tengo uno.
Matar al hijo.
El orden de los factores
sí
altera el producto.
Dicen los viejos, los libros,
los filósofos..
todas las fuentes de conocimiento que conozco
dicen
que es fundamental
primero
matar al padre
y luego
matar al hijo,
si lo tuvieras.
yo he tenido muchos
muchos, tantos
que ni siquiera recuerdo
los nombres que les puse.
que ni siquiera la hora del parto,
ni la hora
de la muerte.
Tantos que
ni uno favorito,
ni mi ojito derecho,
tantos que de
tantos caínes y abeles
aquello era una guerra civil.
y yo estaba ahí,
con el rostro serio que debe tener Yahvé
viendo,
dejándolos morir...
participando activamente
en la de algunos:
-tu quoque mater mii?
-ego quoque, ego quoque hijo mío,
con mis propias manos
con el mismo puñal que a tus hermanos
hube de matarte en favor propio
y aún así
me siguen saliendo los tiranos
desde el coño a la cabeza,
de la punta de las manos a la punta
de la lengua, cada equis tiempo
y cada equis tiempo
la sangre nos riega
la casa.
Todos los psicólogos,
las bibliotecarias, los poetas,
todas las fuentes de conocimiento
que conozco
y los farmacéuticos insisten:
es fundamental
matar al padre
y luego
matar al hijo.
Pero he tenido tantos,
he sido tan madre que
apenitas tiempo para ser hija
y mi padre sigue vivo.
Pero sólo tengo uno.
viernes, 11 de marzo de 2016
Jazmines
A la Gregoria le encantaba Manolo Escobar. Cada vez que aparecía en la televisión se sentía el revuelo de las vecinas avisándola por los balcones, -¡Gregoria! ¡Correee! ¡Manolo Escobar en la uno!- Al principio era fácil porque tan solo había dos canales, ni una sola de sus apariciones se perdía Gregoria, luego las vecinas tuvieron que emplearse a fondo y repartirse los programas para que no se les escapara ninguna copla, entrevista o película del famoso galán.
Ella fue de las últimas que tuvo televisión en la calle, así que dios sabe si por costumbre o por necesidad de compañía, cada vez que daban Cine de Barrio iba a verlo a casa de mi abuela, donde yo jugaba hasta tarde, sobre todo si era verano.
Era increíble el efecto que Escobar producía sobre ella, se sonrojaba como una adolescente, le salía la risilla tonta y pareciera que hubiera perdido cincuenta años de golpe. Cincuenta años sí, en aquella época yo apenas estaba en primaria y ella debía superar los setenta y cinco imagino.
-Ay si yo no veo madre mía, si con lo poco que veo no me entero de la película, pero bueno.. yo lo escucho, escucho las canciones y me acuerdo de cuando iba al cine de mocita, ¿Eh, María?
-¿Qué?
-¡Nosotras! Cuando éramos mozuelas, ¿eh? Estos nuevos se creen que una nunca ha sío joven, lo que pasa es que no había tantas cosas como ahora, eso no, pero vaya que íbamos al cine, y salía una los domingos al paseo, se compraba una o dos pesetas de pistachos y así echaba la tarde.
-Eso. Y no había tanta sinvergonzonería como hay ahora, eso tampoco.
Entre batallitas yo cogía mis caramelos y hacía recortables. La Gregoria todas las tardes ceremoniosamente nos traía un par de chicles y una bolsa de gusanitos a mi hermano y a mí, y con eso ya nos tenían entretenidos y no dábamos ruido mientras ellas comentaban historietas de otra época y chascarrillos de barrio. Quién es el muerto, o quién se casa hoy, era lo único que podía alterar levemente la rutina de las laboriosas semanas en el pueblo. En aquellos días las matanzas y las comidas colectivas no eran algo extraordinario, sino lo más normal del mundo, así que salvo esos episodios y las festividades religiosas o locales, los años devenían pacíficos y sin sobresaltos.
Había muchos niños en la calle, y viejos. Muchos niños y viejos en la calle hasta altas horas de la madrugada aprovechando el fresquito que en verano era tan necesario. En el pueblo en verano no se podía dormir del calor. Es conocido que Córdoba, lejana y sola, en agosto se convierte en una cazuela hirviendo, de manera que mientras que de día todo el mundo intentaba dormir y evitar salir de casa, las noches en la calle Mesones eran un zoco donde primos, vecinos y parientes charlatanes sacaban las sillas y las mesas y montaban el jolgorio hasta que alguno salía gritando por el balcón.
Los niños jugábamos a todos los juegos populares que existían, y cuando ya se nos acabaron, inventamos otros mucho más maléficos que consistían en hacer travesuras por el vecindario, llamar a las puertas de las casas y entrar al casino a molestar a los ancianos que allí pasaban el rato entre copas de vino y dominó. Pero no todo fue eso, dentro de la libertad (y libertinaje) que nos ofrecía la calle Mesones, también surgieron otras muchas formas creativas para entretenernos: montábamos espectáculos cómicos, cantábamos en los soportales, y hacíamos puestecillos de hilos y pulseras que nos hacían perder más tiempo y dinero del que ganábamos, pero era divertido.
Lo único malo en el pueblo era el aburrimiento. Y aún así ya digo que nos las ingeniábamos para sobrevivir a él, cuando eres un niño es fácil, muy fácil, no entiendo por qué luego se nos hace tan complicado divertirnos. Las siestas eran mortales, no había nadie en la calle, nada que hacer, todo silencioso y tenías que dormir obligatoriamente. Yo no quería, yo no quería dormirme nunca, dormir también es aburrido, y se lo decía a mi abuela, y ella, cansada ya de mis impertinencias me decía: - Anda ve a ca la Angelita y le dices que te dé las entretenederas, que te lo he dicho yo. -Y yo allá que iba, con todo el calor de las cinco de la tarde, a por las entretenederas a la tienda, donde era mofa de todos tal cual llegaba.
-¡Dile a tu abuela que es una pelleja! ¡jajajajajaja!
Obviamente las entretenederas no existían más que como chascarrillo para engañar a las niñas petulantes como yo. Al día siguiente cuando le dije que me aburría me mandó a por la máquina de pelar gambas, y al otro a por los gamusinos a cá mi tía Rafalita, hasta que ya entendí de que iba la historia y dejé de quejarme del aburrimiento.
-Vamos a por los jazmines anda, que van a estar todos abiertos cuando los cojamos. -Siempre era el mismo ritual, primero el corral de mi abuela, que tenía sus dos o tres plantitas, y luego el patio de la vecina Gregoria, donde había un jazmín tan grande que no he vuelto a ver alguno así en toda mi vida. Cogíamos todos los que estaban ya listos para abrirse y los íbamos guardando a puñaditos en el mandil, luego de vuelta a la cocina de mi abuela hacíamos las reparticiones:
-Este para el abuelo. Corre ve y se lo pones en la mesita, donde tu sabes. Éste se lo subes a tu madre, éste para mí, éste para el niño...
-Y así todas las noches podíamos dormir con los balcones abiertos porque el aroma a jazmín espanta a los mosquitos, eso se sabe en el pueblo. Creo que en las grandes ciudades no se sabe mucho, o no hay jazmines porque no he vuelto a ver a nadie guardarse puñaditos en el mandil y disponerlos junto a su cama.
Esa es la riqueza nuestra (y digo nuestra ahora, será que por estar lejos he hecho mía esta cultura popular de la que tanto renegué entonces), que las cosas se saben desde siempre porque sí y se hacen desde siempre porque sí. Antes yo me resistía a esta inercia, me sublevaba, la cuestionaba, me parecía borreguil y estúpida, a estas alturas del siglo XX y seguíamos viviendo como en el XVI, adorando a ídolos del siglo I.
Hoy lo veo distinto. La moda me parece borreguil y estúpida, la vanguardia me resulta ridícula y ni siquiera la ciencia me inspira confianza. Eso no es desarrollo, el desarrollo no es sintetizar mil principios activos y sustancias químicas hasta lograr dar con la fórmula del perfecto antimosquitos, ya teníamos jazmines. A ver si el desarrollo va a ser volverse a la caverna... Muchas cosas, el jazmín para los mosquitos, la cebolla para la tos, la comida del huerto, el azabache para el mal de ojo..
¿El azabache para el mal de ojo? Sí, claro, y las limpiezas en candil de aceite, ¿Que por qué? y yo que sé, pero ya no me atrevo a cuestionar la larga sabiduría de las viejas alcahuetas del pueblo, o vamos, que me fío más de ellas que de Bayer. Que todo lo quieren hacer tan difícil, tan complicado que se nos ha ido la pinza ya, hemos perdido el contacto con el suelo. Si estaba todo inventado, ahora sólo lo empaquetan mejor y le hacen un bonito envoltorio, pero nada nuevo en pleno siglo XXI.
No quiero ser agorera. Nunca he pensado que todo pasado fuera mejor, al revés, tampoco he idealizado la infancia y siempre me ha parecido una etapa salvaje y cruel en muchos aspectos, al igual que el pueblo. Ni quisiera pecar de la nostalgia y la melancolía del exiliado, aunque muchas tardes me vienen flashes de aquellos días y cuando pienso que ya no volverán jamás y que sólo podré recorrerlos de nuevo en mi memoria algo dentro de mí se muere un poquito. Ya casi no quedan viejos en la calle, los pocos que quedan van todos de luto. Y tampoco quedan niños en la calle, el pueblo se va vaciando a medida que la tierra no da para todos y que los años devienen cada vez más inciertos.
Parece que se hubiera roto esa rica armonía, ese pacto de niños y viejos que sostenían los cimientos del pueblo más allá de los muros, Los viejos que se mueren y los niños que ya no nacen me piden reivindicar esta riqueza nuestra, de la que tanto he renegado yo, sí, y que tanto me duele ahora que la veo moribunda y extinguida.
Gregoria, ayer salió Manolo Escobar en la tele, un Manolo Escobar que ya no cantará más, un holograma de otros tiempos en los que tú y mi abuela érais mocitas, ¿Te acuerdas? Fui corriendo a decírtelo pero no pude, tú también te habías ido ya, la casa estaba cerrada y el viejo jazmín abandonado. Hay que ver como es la vida ¿eh? Veintitantos años viuda pero se muere Manolo Escobar y vas tú detrás, cómo no lo habría imaginado.
Ella fue de las últimas que tuvo televisión en la calle, así que dios sabe si por costumbre o por necesidad de compañía, cada vez que daban Cine de Barrio iba a verlo a casa de mi abuela, donde yo jugaba hasta tarde, sobre todo si era verano.
Era increíble el efecto que Escobar producía sobre ella, se sonrojaba como una adolescente, le salía la risilla tonta y pareciera que hubiera perdido cincuenta años de golpe. Cincuenta años sí, en aquella época yo apenas estaba en primaria y ella debía superar los setenta y cinco imagino.
-Ay si yo no veo madre mía, si con lo poco que veo no me entero de la película, pero bueno.. yo lo escucho, escucho las canciones y me acuerdo de cuando iba al cine de mocita, ¿Eh, María?
-¿Qué?
-¡Nosotras! Cuando éramos mozuelas, ¿eh? Estos nuevos se creen que una nunca ha sío joven, lo que pasa es que no había tantas cosas como ahora, eso no, pero vaya que íbamos al cine, y salía una los domingos al paseo, se compraba una o dos pesetas de pistachos y así echaba la tarde.
-Eso. Y no había tanta sinvergonzonería como hay ahora, eso tampoco.
Entre batallitas yo cogía mis caramelos y hacía recortables. La Gregoria todas las tardes ceremoniosamente nos traía un par de chicles y una bolsa de gusanitos a mi hermano y a mí, y con eso ya nos tenían entretenidos y no dábamos ruido mientras ellas comentaban historietas de otra época y chascarrillos de barrio. Quién es el muerto, o quién se casa hoy, era lo único que podía alterar levemente la rutina de las laboriosas semanas en el pueblo. En aquellos días las matanzas y las comidas colectivas no eran algo extraordinario, sino lo más normal del mundo, así que salvo esos episodios y las festividades religiosas o locales, los años devenían pacíficos y sin sobresaltos.
Había muchos niños en la calle, y viejos. Muchos niños y viejos en la calle hasta altas horas de la madrugada aprovechando el fresquito que en verano era tan necesario. En el pueblo en verano no se podía dormir del calor. Es conocido que Córdoba, lejana y sola, en agosto se convierte en una cazuela hirviendo, de manera que mientras que de día todo el mundo intentaba dormir y evitar salir de casa, las noches en la calle Mesones eran un zoco donde primos, vecinos y parientes charlatanes sacaban las sillas y las mesas y montaban el jolgorio hasta que alguno salía gritando por el balcón.
Los niños jugábamos a todos los juegos populares que existían, y cuando ya se nos acabaron, inventamos otros mucho más maléficos que consistían en hacer travesuras por el vecindario, llamar a las puertas de las casas y entrar al casino a molestar a los ancianos que allí pasaban el rato entre copas de vino y dominó. Pero no todo fue eso, dentro de la libertad (y libertinaje) que nos ofrecía la calle Mesones, también surgieron otras muchas formas creativas para entretenernos: montábamos espectáculos cómicos, cantábamos en los soportales, y hacíamos puestecillos de hilos y pulseras que nos hacían perder más tiempo y dinero del que ganábamos, pero era divertido.
Lo único malo en el pueblo era el aburrimiento. Y aún así ya digo que nos las ingeniábamos para sobrevivir a él, cuando eres un niño es fácil, muy fácil, no entiendo por qué luego se nos hace tan complicado divertirnos. Las siestas eran mortales, no había nadie en la calle, nada que hacer, todo silencioso y tenías que dormir obligatoriamente. Yo no quería, yo no quería dormirme nunca, dormir también es aburrido, y se lo decía a mi abuela, y ella, cansada ya de mis impertinencias me decía: - Anda ve a ca la Angelita y le dices que te dé las entretenederas, que te lo he dicho yo. -Y yo allá que iba, con todo el calor de las cinco de la tarde, a por las entretenederas a la tienda, donde era mofa de todos tal cual llegaba.
-¡Dile a tu abuela que es una pelleja! ¡jajajajajaja!
Obviamente las entretenederas no existían más que como chascarrillo para engañar a las niñas petulantes como yo. Al día siguiente cuando le dije que me aburría me mandó a por la máquina de pelar gambas, y al otro a por los gamusinos a cá mi tía Rafalita, hasta que ya entendí de que iba la historia y dejé de quejarme del aburrimiento.
-Vamos a por los jazmines anda, que van a estar todos abiertos cuando los cojamos. -Siempre era el mismo ritual, primero el corral de mi abuela, que tenía sus dos o tres plantitas, y luego el patio de la vecina Gregoria, donde había un jazmín tan grande que no he vuelto a ver alguno así en toda mi vida. Cogíamos todos los que estaban ya listos para abrirse y los íbamos guardando a puñaditos en el mandil, luego de vuelta a la cocina de mi abuela hacíamos las reparticiones:
-Este para el abuelo. Corre ve y se lo pones en la mesita, donde tu sabes. Éste se lo subes a tu madre, éste para mí, éste para el niño...
-Y así todas las noches podíamos dormir con los balcones abiertos porque el aroma a jazmín espanta a los mosquitos, eso se sabe en el pueblo. Creo que en las grandes ciudades no se sabe mucho, o no hay jazmines porque no he vuelto a ver a nadie guardarse puñaditos en el mandil y disponerlos junto a su cama.
Esa es la riqueza nuestra (y digo nuestra ahora, será que por estar lejos he hecho mía esta cultura popular de la que tanto renegué entonces), que las cosas se saben desde siempre porque sí y se hacen desde siempre porque sí. Antes yo me resistía a esta inercia, me sublevaba, la cuestionaba, me parecía borreguil y estúpida, a estas alturas del siglo XX y seguíamos viviendo como en el XVI, adorando a ídolos del siglo I.
Hoy lo veo distinto. La moda me parece borreguil y estúpida, la vanguardia me resulta ridícula y ni siquiera la ciencia me inspira confianza. Eso no es desarrollo, el desarrollo no es sintetizar mil principios activos y sustancias químicas hasta lograr dar con la fórmula del perfecto antimosquitos, ya teníamos jazmines. A ver si el desarrollo va a ser volverse a la caverna... Muchas cosas, el jazmín para los mosquitos, la cebolla para la tos, la comida del huerto, el azabache para el mal de ojo..
¿El azabache para el mal de ojo? Sí, claro, y las limpiezas en candil de aceite, ¿Que por qué? y yo que sé, pero ya no me atrevo a cuestionar la larga sabiduría de las viejas alcahuetas del pueblo, o vamos, que me fío más de ellas que de Bayer. Que todo lo quieren hacer tan difícil, tan complicado que se nos ha ido la pinza ya, hemos perdido el contacto con el suelo. Si estaba todo inventado, ahora sólo lo empaquetan mejor y le hacen un bonito envoltorio, pero nada nuevo en pleno siglo XXI.
No quiero ser agorera. Nunca he pensado que todo pasado fuera mejor, al revés, tampoco he idealizado la infancia y siempre me ha parecido una etapa salvaje y cruel en muchos aspectos, al igual que el pueblo. Ni quisiera pecar de la nostalgia y la melancolía del exiliado, aunque muchas tardes me vienen flashes de aquellos días y cuando pienso que ya no volverán jamás y que sólo podré recorrerlos de nuevo en mi memoria algo dentro de mí se muere un poquito. Ya casi no quedan viejos en la calle, los pocos que quedan van todos de luto. Y tampoco quedan niños en la calle, el pueblo se va vaciando a medida que la tierra no da para todos y que los años devienen cada vez más inciertos.
Parece que se hubiera roto esa rica armonía, ese pacto de niños y viejos que sostenían los cimientos del pueblo más allá de los muros, Los viejos que se mueren y los niños que ya no nacen me piden reivindicar esta riqueza nuestra, de la que tanto he renegado yo, sí, y que tanto me duele ahora que la veo moribunda y extinguida.
Gregoria, ayer salió Manolo Escobar en la tele, un Manolo Escobar que ya no cantará más, un holograma de otros tiempos en los que tú y mi abuela érais mocitas, ¿Te acuerdas? Fui corriendo a decírtelo pero no pude, tú también te habías ido ya, la casa estaba cerrada y el viejo jazmín abandonado. Hay que ver como es la vida ¿eh? Veintitantos años viuda pero se muere Manolo Escobar y vas tú detrás, cómo no lo habría imaginado.
sábado, 19 de diciembre de 2015
A Madrid.
Este domingo de reconciliación y desagüe,
de desarme,
esta tregua momentánea de recuento
y disuasión...
que no sirva de precedente.
Es verdad que estabas
más guapa que nunca,
con tu tráfico, tus lucecitas de navidad
encendidas desde agosto,
tu amanecer
tremendamente adictivo
por su naranja
y la contaminación.
Te sienta bien la contaminación,
esa mañana te sentaba bien,
filtraba la luz como el papel cebolla
y ese amarillento nublado
también resaltaba
el azul de mis ojos.
Tus mañanas son como las mías,
con ese rastro de pintura negra en el contorno
y ese violeta de temprano, de ojeras,
por las secuelas de la noche
ajetreada.
¿Soy yo la que se parece a ti o eres tú,
que me has estado tentando hasta convertirme
en lo que tú querías?
Este saco de ojeras y de huesos
que vaga por tus cloacas esperando
que te dé por sacarme de ahí y
me pagues lo que me debes.
Se nota que no tienes ni puta idea
de donde vengo ,
se nota que no sabías quien era
hasta que me tragiste a tus cloacas,
si lo supieras
me habrías puesto en otro sitio.
Pero da igual.
Porque mi excentricidad era inapreciable
al lado de la tuya,
mi soberbia era una canica
al lado de la tuya,
y por eso siempre me sentí
cómoda bajo tu látigo,
porque mi locura y mi crueldad
pasaban desapercibidas
y en comparación
aquí yo era David
y tu Calígula.
Eres tan cínica,
eres tan jodidamente cínica
hija de puta que pareces el mismo Dios
te crees el mismo Dios verdad?
Pues he venido a darte de tu propia medicina.
Te crees que tu administras
y repartes, y partes la pana
pero se nota que no tenías ni idea
de quien era yo antes de traerme,
y eres tú la que se parece a mí,
la que ya quisieras parecerte
un poco a mí,
ya quisieras.
Este domingo has estado muy cerca.
Pero eso.
Que no sirva de precedente.
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